domingo, 20 de septiembre de 2009

Diagnóstico

Cuando se trata de poner negro sobre blanco acostumbra a pasar que las cosas se complican o se vuelven lentas hasta un punto desesperante. Algo que a priori podría parecer tan simple y sobre todo absolutamente necesario como el saber "¿qué me pasa, doctor?", puede conllevar un prolongado paso del tiempo que ante todo resulta molesto e ineficaz. Porque para todo lo que sucederá a partir de sentir los primeros síntomas de nuestra enfermedad es absolutamente indispensable tener en algún papel firmado por algún valiente la terrible palabra "ELA". Y digo esto porque para cualquier trámite indispensable para nuestra propia supervivencia o para, incluso, la mejor calidad de vida dentro de nuestra anomalía, la contundencia en la definición escueta de lo que nos pasa será determinante.
Partiendo de la base que la neurología es una de las ramas de la medicina, por decirlo de alguna manera, más desagradecidas de cuántas hay, ya que un buen número de las alteraciones del funcionamiento de nuestras neuronas carecen de explicación y también de tratamiento, no es de extrañar determinados nerviosismos por parte de determinados facultativos. Algunos optan por aplicar a rajatabla el protocolo redactado por otros y que para poder decir esto o lo otro tienes que cumplir, también a rajatabla, cada uno de los puntos que determina este protocolo. Dicho de otra manera sería como aplicar una norma DIN (alemana) o una norma ISO (internacional) de las que se utilizan para controlar la calidad, el funcionamiento de cualquier material, estructura y/o componente y que se aplican sin el más mínimo pero. Es decir: "pasa o no pasa", o también dicho de otra forma, si no se cumplen todos y cada uno de los requisitos estás fuera. Otros en cambio, son más que maleables en sus apreciaciones y admiten que quizás hará falta de otro nombre específico para aquello que no cumple la norma al 100 × 100 y que por ello se puede incluir dentro de una de denominación algo más general y sobre todo más "mediática", por decirlo de alguna manera. Quizás sea esta una actitud más pragmática y que algunos agradecemos. Al final, como la mayoría del mundo, nos acercamos y nos dejamos acariciar por aquellos que más nos quieren y que por ello mejor nos tratan aunque ello conlleve a dar la espalda a los supuestamente más excelsos en su sabiduría, pero que por su altivez y falta de cintura nos resultan sumamente molestos. La ventaja de padecer esta enfermedad es que si uno es capaz de controlar el desasosiego que genera, la fluidez mental mejorará ostensiblemente con respecto a lo que pensábamos nosotros mismos sobre nuestras capacidades y por lo tanto también nos ofrecerá una mayor agilidad a la hora de determinar las "bondades" de nuestros interlocutores y por lo tanto nos permitirá elegir o abrir y cerrar nuestra particular muralla.
Con todas estas premisas desconocidas de antemano nos presentamos ante la clase médica con nuestras rampas, debilidades musculares, torpeza física, distonias, fasciculaciones, etc. ante ellos con la esperanza de una explicación, o de un tratamiento y sobre todo de mucha comprensión. En algunos casos su actitud ante nosotros será positiva aunque su pronóstico no sea el que nos gustaría, pero se agradece determinado calor. En otros nos pondremos en manos de personajes fríos y metódicos que cada 90 días te practicarán un electromiograma, que como algunos sabréis consiste en clavarte un buen número de largas agujas en los músculos para luego aplicar corrientes eléctricas de diferente intensidad. Por lo que tengo entendido con una o a lo sumo dos de estas pruebas son más que suficientes para determinar aquello que buscan. Otra cosa curiosa es que esta prueba te la pueden hacer en partes del cuerpo realmente inverosímiles como el mismo agujero del culo, pero aquí es cuando nuestra paciencia tiene que determinar hasta donde pueden ellos llegar. La cuestión es que muchas veces no tienes que perderla, la paciencia, hasta que tras insistir el facultativo acceda a tu petición y tenga a bien poner por escrito un diagnóstico o una apreciación diagnóstica de aquello que te puede pasar. La experiencia me lleva a la conclusión que la nuestra es una enfermedad prácticamente "a la carta" donde determinados indicios nos suceden de forma aleatoria, a diferencia del resto, inclusive en su desarrollo en el tiempo, aunque al final desemboquen todos en el mismo resultado final. Por esto me pongo un poco nervioso ante el protocolo que si bien puedo entender su existencia rompe con la alternativa de que se acepte el "se parece a" pueda interpretarse como un "es" que mucho nos ayudaría aunque sólo fuera para tener un papel que poder presentar ante determinados estamentos.
Para acabar, insisto, que al final, después de conocer a una larga lista de facultativos, uno se queda con aquellos que mejor te tratan, con aquellos que mejor pueden ponerse en tu lugar o con aquel que es capaz de bajar de su pedestal para compartir tu momento.

domingo, 13 de septiembre de 2009

La mosca

Nos acercamos ya a un cambio de estación. A punto está de llegar el otoño y el aire acondicionado al fin puede reposar. Es tiempo de abrir puertas y ventanas y dejar que el aire fresco se lleve bien lejos el calor acumulado en las paredes. Pero algo tan simple como eso conlleva terroríficos peligros. Sentado en mi sillón abatible permanezco "todo tieso" ante el televisor intentando evitar que el aburrimiento más implacable se apodere de mí. Misión imposible, ya que es difícil encontrar en la programación diaria de televisión algo que te distraiga íntegramente, pero en problema mayor se convierte si añadimos a esto la imposibilidad de manejar el mando a distancia y el no poder hacer zapping sea un motivo más de una insufrible impotencia. En esto que una mosca atraviesa con descaro la puerta del balcón a gran velocidad y efectúa un par de pasadas entre el espacio que me separa del televisor. Nada importante para la mayoría. Pero luego parece que la mosca ha fijado su objetivo en un cuerpo inmóvil que desprende calor, como si de una gran mierda se tratara, y sobrevuela con insistencia mi espacio vital. No puedo dejar de pensar en aquella leyenda urbana que me contó mi hermana Montse, enfermera de profesión, que cuando se ve rondar una mosca el cabezal de una cama de hospital se anuncia fiambre seguro. Sólo puedo seguirla con la mirada y leves movimientos de cabeza y aunque de momento no hay una toma de contacto directa me siento amenazado e incordiado. Al fin osa en detenerse en la parte exterior de la mano y moviendo el único de mis veinte dedos que todavía no ha decidido paralizarse consigo que se aparte de mí. Pero la escena se repite hasta cuatro veces más y empiezo a agobiarme. Luego la mosca cambia de zona de vuelo y ronda mi cabeza y la cara y consigo con leves soplidos de aire incordiarla también a ella, pero no puedo dejar de pensar en que de ninguna de las maneras puedo taponar los cuatro orificios residentes en mi cabeza, es decir, los dos agujeros de la nariz y cada una de mis orejas. Y pienso en eso porque, ya sé que no seré devorado por una mosca, o tal vez sí, tal vez sólo sea cuestión de tiempo, de mucho tiempo, claro, pero la idea no se aparta de mí y me aterroriza el pensar en todo aquello que pueda hacer una mosca dentro de cualquiera de esos cuatro agujeros. Al final, desprevenido y víctima del despiste la mosca se posa encima de la comisura de los labios y consigo medio elaborar una mezcla de soplo y salivazo, que más que otra cosa provoca que un par de gotas decoren el rojo de mi camisa. No puedo más, no puedo aniquilar por mí sólo tan minúsculo e impertinente insecto, así que retomo fuerzas, recargo mi pulmón y grito y llamo a mi fiel y omnipresente guardiana con solo una palabra: ¡mosca!, y ella aparece con el simple, ecológico y pseudo-tenístico matamoscas de siempre y con dos drives y dos reveses aniquila a mi tremenda amenaza.
Se acabó, una vez más le doy las gracias que aunque repetitivas no dejan de ser absolutamente sinceras. Uno acaba por acostumbrarse a gobernar ese dolor en la boca del estómago que provoca la impotencia de no poder mover el más mínimo músculo, la misma que provoca el no poder dar una caricia, un abrazo, una palmada en la espalda o pasar tu mano entre los pelos de la persona amada.

Dedicado a Carles, amigo y psicólogo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

El inicio

La tendencia natural de una sociedad que se atreve a considerarse como del bienestar es a conservar a toda costa cualquier logro conseguido y la salud es el elemento prioritario de todo nuestro sistema, el más íntimo para nosotros y el más esencial. Como dice aquella canción "tres cosas hay en la vida; salud, dinero y amor", y después de pensarlo horas y horas debe mantenerse ese mismo orden, aunque cualquier combinación del orden podrá ser soportable a base de mucho esfuerzo. Es por esto que la mayoría vivimos el día a día afirmándonos de forma consciente o semiconsciente y un sinfín de veces que "esto a mí no me pasará" al saber o al tener conocimiento de determinadas enfermedades o de determinadas situaciones que a otros les toca vivir. Luego están los mecanismos naturales del entendimiento y que nos hace pensar sin esfuerzo que con 33 años nada grave nos puede suceder, siempre y cuando no nos sometamos a nosotros mismos a algún riesgo. Pero eso se rompe cuando el día más inesperado notamos que el brazo izquierdo gandulea cuando le ordenamos que recoja algo del suelo o que le queramos someter a un ejercicio físico de forma deliberada. Ese fue mi caso. Aquel día regresé del gimnasio sometiendo a mi bíceps izquierdo a toda clase de pruebas, tal vez hasta la extenuación, preguntándome a mí mismo qué extraña y desconocida lesión acaba de sufrir. Aquello sólo era el principio. En aquellos momentos uno echa mano de su corta historia y recuerda que de pequeños sufríamos escalofriantes caídas causadas más por nuestra propia inconsciencia que por otros motivos y que con casi toda probabilidad a la mañana siguiente o dos días después, a lo más tardar, sólo quedaría un pequeño círculo oscuro como recuerdo de aquel trompazo. Algo parecido a contraer una gripe que tras dos o tres días de incubación luego uno se despierta cada mañana un poco mejor que ayer, pero peor que mañana. Aquí la frase se invierte y a mayor o menor velocidad uno está hoy mejor que mañana, pero peor que ayer.
Así que tardas meses en entender que esa "anomalía" no tiene nada de normal y empiezas a plantearte visitar al médico de familia al que, en mi caso, casi no conocía y éste empieza a mirarte primero con incredulidad, ya que al no conocerte lo primero que debe pensar es que "otro caradura que pretende coger la baja y menudo cuento chino se está inventando para ello". Pero lo más seguro es que dependiendo de tu propia insistencia el rostro del facultativo empiece a transformarse en algo parecido a la del más puro ignorante, ya que lo más probable es que se encuentre por primera vez en su vida ante algo de semejante naturaleza. Así que una vez aclarado con el médico que lo único que quiero es que alguien me explique qué me pasa y que él se quede tranquilo de que no tiene que firmarme ninguna baja laboral éste, rápidamente, se sacude el problema de encima lo más rápido posible derivándote a un especialista, que en mi caso fue a un traumatólogo. Y aquí empieza otro calvario, horas y horas desperdiciadas en masificadas salas de espera donde el tiempo ajeno se vilipendía y se maltrata de una forma exagerada. Creo que puedo afirmar que a todos nos ha dado alguna vez esa sensación de ser mirado como un delincuente ante un grupo de enfermeras, auténticas gestoras de agendas, dispuestas a defenderse de supuestos ataques por parte de impacientes pacientes. Aquel traumatólogo algo se sospechaba ya que no tardó ni cinco minutos en implementar una hoja de derivación al neurólogo de turno. Corrijo, neuróloga. Aquella fue la primera de... ¿cuántos?, ¿ocho?, ¿nueve?, es igual el número. Cada uno de ellos con una visión diferente del caso y en algunos casos auténticos artistas de las verónicas más taurinas, pero de eso, o de ellos, ya hablaremos otro día.
Por hoy ya es suficiente, ya que la mayoría se asusta ante tanta letra.