No recuerdo bien que dijo Tejero cuando comandaba el asalto
al Congreso de los diputados el 23 de febrero de 1981. Estoy con la duda de si
dijo "quieto todo el mundo" o "todo el mundo al suelo".
Bien, todo esto no tiene nada que ver con lo que quería
contar hoy. Hace unas semanas leía en el blog de un compañero de penalidad como
contaba por decenas sus caídas al suelo. De repente me vi obligado a hacer un
recuento de las mías por aquello morboso de comparar y tengo que reconocer que
a duras penas llego a una de esas decenas. Pero bien, tras el ejercicio de memoria
lo primero a destacar es la gran facilidad que tiene la mente humana para
olvidar rápidamente cuestiones dolorosas, tanto en lo físico como en lo mental,
y salvo que en alguna de esas cuestiones no tengamos un recordatorio evidente
y/o visual en forma de cicatriz metafórica o de cicatriz real, el resto queda
almacenado en algún lugar remoto de la memoria en el que tendremos que trastear
para recordar.
En mi caso, de una de las caídas más destacables mantengo los
nueve puntos de sutura en la frente que me la recuerdan cuando esporádicamente
me miro al espejo. La verdad sea dicha es que no me miro muy a menudo, por no
decir nada. En primer lugar porque la mayoría están en zonas inaccesibles y en
segundo lugar porque si por alguna extraña razón necesito mirarme en uno de
ellos "no me reconozco", como diría Joan Laporta, impresentable ex
presidente del Barça y ahora parlamentario autonómico y edil del ayuntamiento
de Barcelona, cuando repasaba en primera persona su discurso ante la asamblea
de socios gritando aquello de "al loro, que no estamos tan mal" (qué
cosas tenemos los catalanes para elegir a tipos como éste). Para compensar esta
otra carencia tengo siempre a mi lado a Eva diciéndome lo guapo que estoy y
soy, y yo, por decreto y por devoción creyéndomelo, o no.
Pero al margen de venir aquí a contar batallitas de abuelete
mientras lucimos cicatrices de mayor a menor importancia, en donde quería
indagar es en esa pseudo evolución de nuestras circunstancias que prácticamente
va acompañada de la importancia y la contundencia de nuestras caídas "al
suelo". Prácticamente rememorando cada una de ellas uno se recuerda
asimismo caminando como una auténtica muñeca de Famosa dirigiéndose hacia el
portal, con aquellos pasitos cortos, arrastrando los pies, como si tuviéramos
la entrepierna escocida y al rojo vivo. Lo curioso es, de alguna manera, como
uno se resiste ante la evidencia de que las piernas en cualquier momento no
aguantarán más nuestro propio peso y se convierte en un auténtico logro
mantener las rodillas inflexibles, pues por experiencia uno puede decir lo
desagradable que es la sensación de sentir como tus rodillas se tronchan y
acabes arrodillado como vil penitente. No obstante y en mi caso, la mayoría de veces,
me he caído como un lápiz que fracasa después de intentar mantenerlo en
vertical convirtiendo la cabeza en un bolo acelerado por su propia inercia.
Como excepción recuerdo una vez que en medio de un mercado municipal acabé
arrodillado en medio de la multitud mientras mi espalda se mantenía erguida
gracias a un corsé que un médico recuperador me recetó. Aquel día pensé en que
deberíamos imprimir una serie de panfletos para irlos repartiendo al público
que con asombro contemplaba aquel espectáculo para poder darles una explicación
del fenómeno. Pero para ser sinceros donde realmente corremos peligro es en las
transiciones de un sitio a otro donde aunque dependamos de nosotros mismos o de
los brazos de otros, en esas décimas de segundo en el que no tenemos las
posaderas en contacto con nada, es donde aumentan las probabilidades de acabar
por los suelos.
De todas formas creo que las mayores y las más fuertes
caídas son en ese impás en el que uno se resiste a abdicar y la abdicación se
muestra en forma de silla de ruedas, porque el siguiente paso de nuestra
peculiar "evolución" será que una vez que tomemos asiento lo
tomaremos para siempre, y de ahí hasta lo que podamos imaginar.
Para acabar no puedo resistirme a relatar un encuentro
fortuito con la mujer del que fue mi dentista con la que nos cruzamos por la
calle. Al verme, después de mucho tiempo y sentado en mi trono sobre ruedas me
dijo… "que bien te veo, te veo muy tieso", y a lo que nunca respondí
con un… "más que tieso, señora, inmóvil".