jueves, 3 de septiembre de 2009

El inicio

La tendencia natural de una sociedad que se atreve a considerarse como del bienestar es a conservar a toda costa cualquier logro conseguido y la salud es el elemento prioritario de todo nuestro sistema, el más íntimo para nosotros y el más esencial. Como dice aquella canción "tres cosas hay en la vida; salud, dinero y amor", y después de pensarlo horas y horas debe mantenerse ese mismo orden, aunque cualquier combinación del orden podrá ser soportable a base de mucho esfuerzo. Es por esto que la mayoría vivimos el día a día afirmándonos de forma consciente o semiconsciente y un sinfín de veces que "esto a mí no me pasará" al saber o al tener conocimiento de determinadas enfermedades o de determinadas situaciones que a otros les toca vivir. Luego están los mecanismos naturales del entendimiento y que nos hace pensar sin esfuerzo que con 33 años nada grave nos puede suceder, siempre y cuando no nos sometamos a nosotros mismos a algún riesgo. Pero eso se rompe cuando el día más inesperado notamos que el brazo izquierdo gandulea cuando le ordenamos que recoja algo del suelo o que le queramos someter a un ejercicio físico de forma deliberada. Ese fue mi caso. Aquel día regresé del gimnasio sometiendo a mi bíceps izquierdo a toda clase de pruebas, tal vez hasta la extenuación, preguntándome a mí mismo qué extraña y desconocida lesión acaba de sufrir. Aquello sólo era el principio. En aquellos momentos uno echa mano de su corta historia y recuerda que de pequeños sufríamos escalofriantes caídas causadas más por nuestra propia inconsciencia que por otros motivos y que con casi toda probabilidad a la mañana siguiente o dos días después, a lo más tardar, sólo quedaría un pequeño círculo oscuro como recuerdo de aquel trompazo. Algo parecido a contraer una gripe que tras dos o tres días de incubación luego uno se despierta cada mañana un poco mejor que ayer, pero peor que mañana. Aquí la frase se invierte y a mayor o menor velocidad uno está hoy mejor que mañana, pero peor que ayer.
Así que tardas meses en entender que esa "anomalía" no tiene nada de normal y empiezas a plantearte visitar al médico de familia al que, en mi caso, casi no conocía y éste empieza a mirarte primero con incredulidad, ya que al no conocerte lo primero que debe pensar es que "otro caradura que pretende coger la baja y menudo cuento chino se está inventando para ello". Pero lo más seguro es que dependiendo de tu propia insistencia el rostro del facultativo empiece a transformarse en algo parecido a la del más puro ignorante, ya que lo más probable es que se encuentre por primera vez en su vida ante algo de semejante naturaleza. Así que una vez aclarado con el médico que lo único que quiero es que alguien me explique qué me pasa y que él se quede tranquilo de que no tiene que firmarme ninguna baja laboral éste, rápidamente, se sacude el problema de encima lo más rápido posible derivándote a un especialista, que en mi caso fue a un traumatólogo. Y aquí empieza otro calvario, horas y horas desperdiciadas en masificadas salas de espera donde el tiempo ajeno se vilipendía y se maltrata de una forma exagerada. Creo que puedo afirmar que a todos nos ha dado alguna vez esa sensación de ser mirado como un delincuente ante un grupo de enfermeras, auténticas gestoras de agendas, dispuestas a defenderse de supuestos ataques por parte de impacientes pacientes. Aquel traumatólogo algo se sospechaba ya que no tardó ni cinco minutos en implementar una hoja de derivación al neurólogo de turno. Corrijo, neuróloga. Aquella fue la primera de... ¿cuántos?, ¿ocho?, ¿nueve?, es igual el número. Cada uno de ellos con una visión diferente del caso y en algunos casos auténticos artistas de las verónicas más taurinas, pero de eso, o de ellos, ya hablaremos otro día.
Por hoy ya es suficiente, ya que la mayoría se asusta ante tanta letra.

No hay comentarios: