domingo, 13 de septiembre de 2009

La mosca

Nos acercamos ya a un cambio de estación. A punto está de llegar el otoño y el aire acondicionado al fin puede reposar. Es tiempo de abrir puertas y ventanas y dejar que el aire fresco se lleve bien lejos el calor acumulado en las paredes. Pero algo tan simple como eso conlleva terroríficos peligros. Sentado en mi sillón abatible permanezco "todo tieso" ante el televisor intentando evitar que el aburrimiento más implacable se apodere de mí. Misión imposible, ya que es difícil encontrar en la programación diaria de televisión algo que te distraiga íntegramente, pero en problema mayor se convierte si añadimos a esto la imposibilidad de manejar el mando a distancia y el no poder hacer zapping sea un motivo más de una insufrible impotencia. En esto que una mosca atraviesa con descaro la puerta del balcón a gran velocidad y efectúa un par de pasadas entre el espacio que me separa del televisor. Nada importante para la mayoría. Pero luego parece que la mosca ha fijado su objetivo en un cuerpo inmóvil que desprende calor, como si de una gran mierda se tratara, y sobrevuela con insistencia mi espacio vital. No puedo dejar de pensar en aquella leyenda urbana que me contó mi hermana Montse, enfermera de profesión, que cuando se ve rondar una mosca el cabezal de una cama de hospital se anuncia fiambre seguro. Sólo puedo seguirla con la mirada y leves movimientos de cabeza y aunque de momento no hay una toma de contacto directa me siento amenazado e incordiado. Al fin osa en detenerse en la parte exterior de la mano y moviendo el único de mis veinte dedos que todavía no ha decidido paralizarse consigo que se aparte de mí. Pero la escena se repite hasta cuatro veces más y empiezo a agobiarme. Luego la mosca cambia de zona de vuelo y ronda mi cabeza y la cara y consigo con leves soplidos de aire incordiarla también a ella, pero no puedo dejar de pensar en que de ninguna de las maneras puedo taponar los cuatro orificios residentes en mi cabeza, es decir, los dos agujeros de la nariz y cada una de mis orejas. Y pienso en eso porque, ya sé que no seré devorado por una mosca, o tal vez sí, tal vez sólo sea cuestión de tiempo, de mucho tiempo, claro, pero la idea no se aparta de mí y me aterroriza el pensar en todo aquello que pueda hacer una mosca dentro de cualquiera de esos cuatro agujeros. Al final, desprevenido y víctima del despiste la mosca se posa encima de la comisura de los labios y consigo medio elaborar una mezcla de soplo y salivazo, que más que otra cosa provoca que un par de gotas decoren el rojo de mi camisa. No puedo más, no puedo aniquilar por mí sólo tan minúsculo e impertinente insecto, así que retomo fuerzas, recargo mi pulmón y grito y llamo a mi fiel y omnipresente guardiana con solo una palabra: ¡mosca!, y ella aparece con el simple, ecológico y pseudo-tenístico matamoscas de siempre y con dos drives y dos reveses aniquila a mi tremenda amenaza.
Se acabó, una vez más le doy las gracias que aunque repetitivas no dejan de ser absolutamente sinceras. Uno acaba por acostumbrarse a gobernar ese dolor en la boca del estómago que provoca la impotencia de no poder mover el más mínimo músculo, la misma que provoca el no poder dar una caricia, un abrazo, una palmada en la espalda o pasar tu mano entre los pelos de la persona amada.

Dedicado a Carles, amigo y psicólogo.

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